Ejido Guadalajara
Por Por Laura Elena Aguayo , La Voz de la Frontera|23 de Febrero

Mexicali, Baja California.- El ejido Guadalajara, a la orilla de la entrada de la urbe donde las parécelas de trigo anuncian la entada de la comunidad, es aunque pequeño el corazón de los habitantes que en él encontraron un hogar, donde dicen afortunadamente la violencia y malos vicios no han logrado afectar la comunidad.

Sin sombra de las autoridades

A pesar de la quietud en el día a día de esta comunidad, sus residentes como el comisariado ejidal Miguel Ángel Rodríguez Vega refieren que hace falta una mayor presencia de las autoridades, pues servicios como brigadas médicas, luz mercurial y atención a los centro recreativos son dejados en manos en su total responsabilidad por los ejidatarios, pues dice que desde siempre se ha contado con el apoyo de la unión comunitaria, así como del diputado federal Benjamín Castillo.

Prueba de este se tiene en pie el salón social que por muchos años se encontraba abandonado y que ante la posibilidad de perderlo se hizo una inversión aproximada de 300 mil pesos para poder restaurar el inmueble que se edificó en 1956.

La comunidad

Con aproximadamente 2 mil habitantes, el ejido cuenta con una escuela preescolar, primaria y una secundaria que desde sus inicios fue semillero de profesionistas en materia educativa, pero sobre todo para laborar en el campo, pues en el siglo pasado egresaron de ésta decenas de generaciones que gracias a la íntegra educación se avocaron al campo especializándose y asegurando la noble tradición de cultivar.

Demetrio Navarro recuerda que parte de la historia de su familia, se encuentra en esa secundaria, pues su padre Vicente Navarro donó la parcela del plantel, la cual aún se encuentra verde por su tierra fértil que fue muestra de los primeros inicios de jóvenes y mujeres que hoy en día se han convertido en hombres de la tierra.

De la historia del ejido, como muchos que colindan a su alrededor, fueron fundados en 1937, pero este en especial fue reconocido hasta 1938 con fecha de fundación del 5 de mayo, donde las primeras familias que ayudaron a sacar adelante el hostil campo fueron los Vega, Rodríguez, Torres, Insuza, Soto, Aguilar, Díaz, Navarro, Lizárraga, Romero, Pérez y Ruiz.

Una vida dura, pero hermosa

Aun con las imágenes de una vida de campo sin servicios que le facilitarán la vida, Eduardo Insunza Hirales, de 76 años, de pie y con la edad en el rostro narró como terminó siendo uno de los residentes más añejos de esta comunidad.

Todo inició cuando sus padre oriundo de Sinaloa decidió venir al valle de Mexicali a probar la suerte que, se decía, se tenía en las tierras de esta frontera, a la par viajando su madre desde la comunidad de Todos los Santos en esta península, coincidiendo sus caminos en este valle donde dieron a luz a ocho hijos y optando por hacer su vida en este ejido, donde su primer casa fue de cachanilla, al igual que las demás, pero como los servicios escaseaban, los mosquitos, dice, eran uno de los principales enemigos de los ejidatarios, por lo que recuerda que él junto a sus hermanos encendían paja para espantar con el humo a los bichos, resguardándose con mosquiteros al dormir.

Por estas experiencias, desde los 5 años empezó a trabajar las tierras de su padre, formando su carácter y logrando hacer su vida con su amada esposa (q.e.p.d.) Elia Ruelas a quien trajo de la vecina ciudad de San Luis Río Colorado, quien le dio el regalo de tener seis hijos, quienes por la falta de oportunidades dentro del ejido vieron la posibilidad de salir de la comunidad, quedando las tierras en sus manos, por lo que a la fecha las renta ante la falta de quien las labore.

Ejemplo de lucha,

casi 100años de esfuerzo

Bautizada así por el Día de la Candelaria, Candelaria Sosa Corrales, de 98 años, nació un 2 de febrero de 1917 en el Estado de Durango, siendo traída por sus padres al ejido a sus 12 años tras emprender una travesía en un tren que le llamaba "El Armón", donde al descender tuvo que atravesar las aguas del Río Colorado para llegar a esta comunidad, donde lo único que se tenía como techo era un árbol de mezquite, donde junto a este de cachanilla y arcilla pudieron hacer una vivienda fresca donde refugiarse de las lluvias y sobre llevar el intenso calor. Junto a su sobrino Sixto Sosa Coronel y su hijo Sixto Sosa Siqueiros, en su silla de ruedas bajo el techo de su hogar da muestra de que la edad no es sinónimo de falta de memoria, pues con muy buen humor narró todas sus experiencias, unas muy agradables y otras no tanto pero siempre viendo el lado bueno de la vida.

Dio a luz a diez hijos que a la fecha le han regalado 30 nietos, 42 bisnietos y 15 tataranietos, los cuales dice amar con su corazón, pues la familia a final de cuentas es el tesoro más grande con el que cuenta en la actualidad.

De joven tuvo dos matrimonios y en ambos casos las diferencias hicieron que sus parejas partieran a Estados Unidos a trabajar, dejando a su cargo a sus niños con quien en la necesidad de salir adelante pizcaba algodón en los tiempos en que no se contaba con maquinaria, por lo que su rapidez y la de sus hijos le valió la fama de ser una excelente trabajadora, pues llegaba a recolectar hasta 125 kilos de fibra ella sola, a 16 centavos el kilo.

Fue en ese entonces que se dio cuenta que tendría que mejorar su vida y ser el motor de su familia, estableciendo después la venta de menudo y tamales, que según los residentes eran muy sabrosos y estaban amarrados a la antigüita y con excelente sazón.

Sin fotografías que retrataran los momentos de su juventud, aprecia en su habitación las imágenes de sus familiares que le han regalado en este mes una celebración por sus casi 100 años, en lo que ha recolectado lecciones de vida y sobre todo el coraje para salir adelante demostrando que en cada vida una historia de lucha se encuentra detrás.